Estoy escribiendo una entrada acerca de Colombia mientras viajo con una colombiana y para un blog cuya mitad de lectores son colombianos. Cero presión.
Dejamos a Esteban, su familia y la cultura costeña para irnos hacia las montañas de Santa Marta, un pequeño grupo de picos altos separados de los Andes y ubicados entre el río Magdalena y el desierto de la península de la Guajira. Es también un lugar que V quería visitar durante mucho tiempo, pero no había podido. Imaginen picos nevados al lado del Caribe. Es todo un paisaje. Los arahuacos, wiwas, kogis y otras tribus viven en el interior, y gran parte de su cultura permanece intacta. Ellos creen que estas montañas son el centro del universo y que si las protegen, protegerán el resto del mundo. Espero que lo logren, por el bien de todos.
Las montañas fueron un fresco respiro del calor de la costa. Tuvimos conversaciones placenteras con uno de los anfitriones más amables que hemos tenido, Fernando, quien hablaba tan suave y lentamente que hasta yo le pude entender todo lo que dijo. Después de recorrer una finca cafetera y la planta de producción que todavía utiliza maquinaria del siglo XIX accionada con agua, vimos una de las cosas más raras que hemos visto en una moto hasta ahora: una pareja joven con un mico grandote, tan contento que con seguridad éste no era su primer viaje. Qué disfrute la vuelta, amigo!
Después de la Sierra Nevada de Santa Marta, manejamos por el caliente valle del río Magdalena, en una carretera larga y bien pavimentada hacia el interior del país. Antes de llegar a las laderas de los Andes, paramos a tomar jugo de zapote. Delicioso! De verdad, si le gusta el jugo 100% real, Colombia es el sitio donde encontrarlo: mango, piña, guayaba, guanábana, papaya, maracuyá, lulo… Simplemente increíble.
Los Andes terminan (o empiezan?) en Colombia. Se dividen en tres cordilleras, la oriental, la central y la occidental. Luego de manejar a través de las estribaciones de la cordillera, vimos el tamaño de estas montañas cuando llegamos a un mirador sobre el cañón del Chicamocha. Mirando en su interior rocoso y sin plantas, vimos las carreteras serpenteantes que recorreríamos en los próximos días. Aunque Chicamocha no tiene las hermosas formaciones esculpidas del Gran Cañón, es lo suficientemente grande para tragárselo.
De Chicamocha, manejamos a Barichara, un pueblo viejo y hermoso con edificaciones pintadas de blanco y hechas con tierra roja de la región. Para quienes no sepan, yo estoy obsesionado con edificaciones hechas de tierra, tapia y adobe. Me encantan todas y sueño con construir algo con alguna de estas técnicas algún día. Este pueblo con su plaza que huele a jazmín en las noches es como un pedacito de cielo. Bueno, casi. Mientras estuvimos allá, estuvo muy silencioso. Tal vez porque fuimos en la mitad de la semana. O mejor, porque aparentemente muy pocos barichareños viven en Barichara. Muchas de las casas, si no la mayoría, son ahora de gente de Bogotá. Barichara, como muchos otros lugares hermosos en la cordillera oriental, se ha convertido en el parque de diversiones de fin de semana de la capital. Aún así soñamos despiertos con comprar terrenito al borde del pueblo, uno con vistas del río Suarez y el horizonte montañoso. Hmmm…
La siguiente parada fue en el Parque Nacional Natural del Cocuy. El camino de dos días ha sido mi favorito hasta ahora. La ruta que escogimos es una carretera lenta, íntima que pasa por pequeños pueblos, sobre montañas, junto a ríos y a través de campos y bosques. Fue también el camino que nos enseñó lo diversas que son las opiniones que tiene la gente acerca de las condiciones de una carretera. Muchos nos dijeron que necesitábamos un carro de doble tracción. Y aunque es una carretera destapada, un Ferrari habría podido ir por ella sin problema. En todo caso recomendaría un carro distinto, preferiblemente uno con capacidad para varios pasajeros: una de las cosas más interesantes de esta ruta es que recogimos como a 20 personas que nos pidieron que los lleváramos. Veinte personas, veinte historias. Escuchamos la de la mujer cerca de Mogotes que está tratando de vender su tierra porque ya no la puede trabajar. La del hombre de Onzaga que no podía entender cómo veníamos desde tan lejos si él ni siquiera había ido a Bucaramanga, a 160 kilómetros de su casa. La de la anciana que necesita un trasplante de cadera y un nuevo hogar que no sea a una hora caminando montaña arriba. Y la de la señora de San Mateo, tan orgullosa de lo bonito que es su pueblo y lo tranquilo… últimamente.
Finalmente llegamos a la entrada del parque nacional, ubicada a 3,960 metros sobre el nivel del mar. Nos habían avisado que la carretera era durita. Le preguntamos al guardaparques. “Es 4×4?” dijo señalando el van. No. “Pero es fuerte, cierto?!?”. Sí, claro. “Todo va a estar bien. ” Abrió la reja y bajamos por una vía empinada y rocosa que me daría pesadillas las siguientes tres noches, cuando imaginaba a Cosmo atrancado a la salida.
Cocuy es algo para contemplar. Me encantó. Aguas claras, picos rocosos, plantas como de Dr. Seuss llamadas frailejones, glaciares (que por supuesto están desapareciendo). Imaginen si una cordillera nevada se mezclara con el parque nacional de Joshua Tree.
Después de un día tratando de aclimatarnos, empezamos a explorar. Subimos a un valle hacia el área de Lagunillas el primer día y hacia el Púlpito del Diablo el segundo. No pudimos llegar. La altitud no me dejó.
Hay otros tres senderos en diferentes partes del parque que ofrecen paisajes aún más espectaculares – Laguna Grande de los Verdes, Laguna Grande de la Sierra desde donde me dicen se pueden ver seis de los picos de la sierra, y los glaciares inmaculados de Ritacuba. Es un lugar al que quiero volver, pero cuando tenga más tiempo de acostumbrarme a esas alturas. Después de cuatro días, decidimos irnos porque el clima estaba cambiando. Calentamos el motor de Cosmo, empacamos, le bajamos la presión a las llantas y recogimos a dos viajeros para la salida empinada. Cosmo rasguñó, resopló, rebotó y escaló hasta la salida. Ya podía dormir tranquilo.
El camino hacia Villa de Leyva siguió más o menos la ruta del libertador Simón Bolívar hace 200 años. Durante el viaje, leímos acerca de la violenta historia de Colombia. Desde el comienzo, este país sólo ha tenido un par de décadas de paz. Villa de Leyva fue un lugar de descanso para Bolívar y para nosotros. Una caminata por sus calles, un poco de su brisa y buena comida era todo lo que necesitábamos. Y oxígeno.
Siquiera descansamos, porque el siguiente tramo sería difícil. En algún lugar entre Chiquinquirá y Puerto Boyacá, el estado de la vía cambió de pavimento a grava a tierra rocosa a barricada en medio de una región selvática y montañosa. La “carretera” reabrió a las 6 pm, lo cual resultó en un dilema: regresar al pueblo más cercano o continuar hacia Puerto Boyacá después del atardecer? Generalmente no manejamos por la noche. Los huecos, resaltos y vacas parecen materializarse con las luces del carro. Después de hablar con la gente de la región, decidimos continuar con un convoy de carros que se había formado. 45 minutos después desistimos. La carretera de tierra se había convertido en pantano, curvas cerradas, carriles angostos entre abismos y tractores y tractomulas gigantes conduciendo en dirección opuesta y sin señal de disminuir la velocidad o bajar las luces. Fracamente ha sido la peor carretera en la que he manejado hasta ahora. Dormimos al lado de la vía y esperamos a que amaneciera.
Con la luz del sol, las cosas mejoraron. Pudimos ver para donde íbamos y los paisajes espectaculares que nos rodeaban. Recogimos algunas personas más ese día: Una mujer feliz y conversadora a quien la había “cogido” un paramilitar a los 12 años y con quien había tenido cinco hijos, la mayoría de los cuales crían mariposas para exportación. Ella no puede trabajar en los mariposarios porque “le da nervios” (Síndrome de Estrés Postraumático?). Y otra mujer, una abuela descalza y sus tres nietos que iban al hospital en Puerto Boyacá. Eran emberá, una tribu indígena del Pacífico, y seguramente desplazados por uno de los conflictos.
Las conversaciones y encuentros con gente de varias partes del norte de Colombia reveló algunas cosas. Parecería que existiera una profunda y silenciosa tristeza detrás del velo del presente, tal vez pista de un pasado del que pocos quiere hablar y al mismo tiempo, un optimismo cauteloso acerca del futuro. Parecería que la gente aquí está respirando una Colombia nueva, un tanto desconocida, un día a la vez. Parecen acoger (y tal vez hasta comprender) el presente, el ahora. Me pregunto si hay una relación entre esto y la increíble hospitalidad que hemos experimentado. La gente que hemos conocido nos ha recibido con un apretón de manos o un chiste y con los ojos que te miran como otro humano, no como un turista o un extraño o un enemigo. Han sido de las personas más amables y calurosas que hemos conocido en este viaje.
Dejamos a la abuela y sus niños en el hospital, almorzamos y nos bañamos en el refrescante río Claro antes de subir la cordillera central. Hacia lo conocido, hacia la familia, hacia Medellín, hacia el hogar. Agradecidos de lo que tenemos. Agradecidos por nuestros amigos y familia. Agradecidos por glaciares, ríos limpios y picos rocosos. Agradecidos por el ahora.